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TZETZANGARI

Los géneros que más utiliza son: literatura infantil, cuento, poesía, literatura para jóvenes y otro.


Fotografía inédita.
Fotografía inédita.

Marcela Velázquez Díaz. Maestra en Estudios Psicoanalíticos por la UMSNH. Su tesis de maestría fue publicada en el capítulo de un libro de nombre “Figuras de la alteridad. Estudios Psicoanalíticos” de la editorial Porrúa en 2019. En 2014 recibió en Premio “Dr. Santiago Cendejas Huerta” para tesis de licenciatura de la cual se publicó un artículo en la revista Acta Universitaria

de la UG en 2016. Fue responsable del programa Mujer y Salud (SSA) de 2014 a 2019 en el Centro de Salud “Dr. Juan Manuel González Urueña” en Morelia, Mich. En la actualidad es psicóloga clínica adscrita al Hospital Infantil de Morelia “Eva Sámano de López Mateos”. Desde 2023 colabora como revisora externa de la Revista “Milenaria, Ciencia y Arte” de la UMSNH. Desde 2022 se ha dedicado a la publicación de su escritura de cuento, narrativa, poesía y crónica. Entre las obras que recientemente ha publicado se encuentran: Poema al gran inquisidor (2024), Las agujas juguetonas (2024), Ojos de amazona (2024), El fantasma del Bosque Cuauhtémoc (2024), Día naranja (2023), Poema Un día de suerte y Poema Para ellos (2023),Una mirada ante lo ominoso de la diferencia (2022), La batalla entre el psicoanálisis y los movimientos de mujeres (2022), Un animal me mira (2022), Las delicias de la calle Yucatán (2022) y La voz de una niña (2022).


TEXTO LITERARIO

UN ANIMAL ME MIRA

Marcela Velázquez Díaz


“Soy también una célula de la cáscara de vida que cubre este planeta… si se

mueve alguna divinidad adentro del Animal Humano, es el amor. El amor que

dirige las otras especies vivas. La amiba, el león” Leonora Carrington


Fue aquella noche invernal de hace aproximadamente diez años que visité un sitio de arte en Alemania. Viajé desde México a tan retirado país para intercambiar algunos cuadros inéditos de Leonora Carrington. La azulidad del cielo y el océano Atlántico me sacudían el cuerpo entero de tanta felicidad. Mi madre fue vecina de la pintora alrededor de 1950 en la ciudad de México cuando con Edward James conquistaban la virginidad de la selva potosina de las orquídeas en mencionado país, de donde yo pertenezco. Por las tardes, Leonora y mi madre tomaban el té a pequeños sorbos, gota a gota saboreando el estilo inglés por años. Detrás de la cómoda de madera frente al medio baño del hogar en el que vivimos por años con mi madre, colgaba la llave de mi futuro. Cuando estaba por cumplir treinta años, la

muerte nos sorprendió sobre la muerte de Leonora en 2011. Aquella llave me condujo a un gran obsequio que la artista otorgó a mi madre años atrás para ayudarme con mi destino ante la pobreza de la cual descendíamos. Preparé mi maleta y emprendí un largo galope al continente europeo como toda yegua en libertad. Con Leonora compartimos la simpatía por los animales. Apenas y tengo noción de las imágenes de las peludas gatitas Dicky y Kitty a quienes Leonora alimentaba junto a uno que otro pajarillo que se acercaba a las boronas de pan en el jardín de la casa por las mañanas en aquellos años de mi tierna niñez. Fue en mi primer viaje al extranjero que fui objeto de la mirada de un animal gato con ojos de toro. Ahora mismo les detallo aquel ominoso acontecimiento. Me observaba aquel gato cada que pisaba el salón de arte al que asistía generalmente por las tardes para presenciar las obras que se ponían en venta, entre ellas el cuadro inédito de Leonora cuyo remate en euros cambiaría el rumbo de mi vida. Aclaro, fue la primera vez en mi vida que un animal me miraba. Es más común que uno vea juguetear a sus gatitos o cerdos en los corredores o sobre los sillones de nuestras casas. Pero esta fue otra historia pues con la intensidad de su mirada, el animal conseguía que aquella cola suave y larga de gato se retorciera entre mis piernas entaconadas. Aquella criatura gozaba con la excitación que generaba al tener contacto con las primeras capas de mi piel hermética de hembra animal con el simple hecho de asediarme. Me asustaba la imposibilidad de lograr contacto visual con aquel toro-gato. Así pasaron alrededor de tres semanas que entretejían aquellos misteriosos encuentros hasta que desapareció un día de aquellos enormes salones. Cuando fue mi turno en el itinerario del evento para hablar del cuadro que promovía, ocurrió lo más deseado. Además de recibir muchos aplausos, una membresía para formar parte del club de artes al cual visitaba y por fin lograr vender el cuadro, otra sorpresa ya me impresionaba. Se trataba de H.M., un artista argentino con el cual llevaba alrededor de 7 meses conociendo por correspondencia donde compartimos cartas sentimentales que contenían poesía fantástica y letras de canciones de nuestro género favorito. Ya para el arranque de la cuarta década de mi vida, no había conocido hombre alguno que me interesara tanto como este aun joven, doce años mayor que yo. En mi fantasía, llevaba conjeturando la urdimbre, cuya trama consistía en llegar a tener un gran amor como lo fuera Max Ernst para Leonora, de quien no había parado de leer toda bibliografía que en mi camino se topaba. La cena fue privada, en el hostal donde nos hospedábamos los estudiosos artistas contemporáneos. No pretendo entretenerme en detallar la insípida gastronomía de Alemania cuando lo importante está en describir la habitación número nueve del lugar. Quizás pudiera señalar que la cerveza, los vinos, la pasta y el pan era todo de tinte artesanal, de su propia cosecha de los pálidos y delgados cocineros. ¿Y la habitación nueve? Fatal sería no relatarla y dejarla en los enigmas de la almohada junto a mi memoria que se dispersa con el pesar de tantos años sordos que se han callado tanto. Mi juvenil corazón añoraba la locura con la cual Leonora amaba, no solo a Max sino a Renato y a Chikis, y yo no sé si quizás a otros tantos; con sus diversas y coloridas maneras. La habitación era sombría con las paredes lisas, pintarrajeadas entre los colores ámbar, chocolate o amarillo tenuísimo que caracterizan a las amibas. El león caracterizaba al amor y lo tenía frente a mis dilatadas pupilas. Los ojos del hombre eran marrón y sus finas manos resultaron juguetear con mi cuello tirada ya sobre la cama hasta que su instinto animal estampó mi febril rostro con una asfixiante bolsa de plástico. Aun con la oscuridad que habitó mi universo entero, pude distinguir tanto el ronronear del toro-gato, como sus majestuosas pisadas en la alfombra desgarrada. Cuando un animal te mira puedes quedar atrapada en una red sin salida.


Publicado en: Velázquez Díaz, M. (2022). Un animal me mira. Milenaria, Ciencia Y Arte, (20), 53–53. https://doi.org/10.35830/mcya.vi20.317


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