Cintia Calderón B.
- cartografiaescrito
- 4 sept 2024
- 5 Min. de lectura
Los géneros que más utiliza son: cuento, poesía, reflexión periodística y literatura infantil.

Cintia Calderón B. (Ciudad de México, 1980) estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM, donde también emprendió estudios de maestría y doctorado. Desde hace varios años, se dedica a la edición de libros de texto y de literatura infantil. Escribe, fundamentalmente, poesía, narrativa y algunas reflexiones varias que deja escapar en el caótico mundo de la red. Su libro Mínima mundana (Ultramarina C&D), compilación mínima de cuentos breves, fue publicado en Madrid en 2022. También ha escrito libros de formación docente (gramática, ortografía, redacción...). Lidia, aún, con su tesis de doctorado sobre los héroes irónicos de José Revueltas. Recita. Trata de escribir un poco cada día. Respira…
Fotografía tomada por Cintia Calderón B.
TEXTO LITERARIO
El caminito
Cintia Calderón B.
Venimos buscando a mi marido. Quizá lo tengan allá, trabajando en los sembradíos. O quizá al menos nos digan qué hicieron con él. “Es muy peligroso que una muchacha joven y un viejo agarren para ese lado”, nos van diciendo. Pero no nos queda de otra, peor es el martirio de no saber nada, de ahogarnos en el silencio, de ver a este viejo consumir como vela sus últimos años en puros suspiros pensando en el hijo, crispando los dedos en las mesas, viéndole las cataratas de los ojos opacarse cada día de puro terror.
Después de días de camino y más camino, mi suegro y yo paramos por la casa de mi tío. Ahora puro adobe desyesado, a punto de ser tumbado por el viento y lleno de hoyos donde los alacranes han de pasar adormilados todo el día.
A esta casa veníamos de vacaciones cada invierno a pasar las fiestas cuando era chica, aunque no recuerdo que se hiciera algo especial para las celebraciones. Al atardecer nos sentábamos en este mismo portal a platicar y ver las montañas de la sierra a un paso. El monte de frente tenía las faldas rosadas por la jamaica, que recién cortada y aún sin secar sabía como a ciruelas verdes.
En esa casa nacieron mi papá y sus hermanos. Cuando fue tiempo de pensar en que alguno podría estudiar, mis abuelos vendieron todo y se fueron a México. La casa la compró este tío y mi papá siguió viniendo aquí a pesar de tener otros parientes más cercanos.
Para dejarnos su cuarto, mi tío y su mujer se salían a dormir, casi a la intemperie, en unas camas de otate sobre las que sólo ponían un petatito, y cuando alguna vez llegué a dormir en ellas, los palos del otate se me hacían como sablazos en las espaldas. Por las noches oía a Otilia, la hija que adoptó mi tío, entrar a buscar algo en los roperos; yo me hacía la dormida y sentía cómo se acercaba a darme un beso. Por eso en el día le rehuía, pues creía que me quería para no dejarme ir. Me daba miedo la manera en que me miraba como si no parpadeara, su cabello negrísimo que peinaba con una escobetilla...
Todos ya están muertos. La casa iba a ser para los nietos verdaderos, pero éstos se habían ido al otro lado hace cantidad de años. Estaba vacía cuando todos los demás abandonaron también las suyas huyendo de la violencia.
No había vuelto desde entonces, cuando todo lo malo empezó. Ahora me guían las palabras con las que mi madre me contaba retazos de su historia. Los lugares los conozco de oídas; los recuerdo por lo que alcancé a saber de ellos a través de sus ojos.
Este pueblo era el primero por el que pasaba en su camino a la sierra donde había nacido. Un día a lomo de bestia. Más allá sólo había ranchos y caseríos. Se le quedaba mirando a las casitas separadas una de otra, con sus tecorrales y su iglesia sin plaza en el centro. Mi abuela le decía que parecía que le daban ganas de quedarse a vivir ahí. “¡Ni lo mande Dios!”, era su respuesta burlona. Quién iba a decir que se casaría con uno de aquí y que aunque no se quedó a vivir regresaba cada año a dormir.
De allá arriba dejamos de tener noticias. ¿Por qué será que muchos de los ranchos tienen nombres de infortunio? Casas quemadas, La desdicha, El calvario, Plan quemado... Entre los plantíos y los laboratorios, ahí debe haber alguna noticia para nosotros.
No hay agua para darle de beber a mi suegro. Quién puede creer que a estas alturas nadie hizo algo para meter agua a las casas, pero siempre fue así: había electricidad, pero no agua. Las mujeres bajaban al arroyo y regresaban con su cubeta llena en la cabeza sin derramar una gota.
Para ir al baño teníamos que ir atrás de la casa, en el llano que está rumbo al monte.
Pasaba entre las vacas, que me veían impasibles, con sus jorobas enormes y sus ojos pacientes; yo iba de puntitas pensando que alguna se levantaría a corretearme si la molestaba. Me iba alejando lo más que podía; atravesaba las alambradas con cuidado, hasta estar segura de que nadie, nadie en el universo podía verme.
Por ahí pasaremos ahora nosotros, entre las alambradas. Por ahí pasaremos para encaminarnos hacia la sierra. A todo el que he podido le he dado santo y seña. A estas alturas ya saben quiénes somos y de seguro nos esperan.
Venimos despacio. Mi suegro ya tiene sus años y casi no ve. La luz que se refleja sobre todo lo verde no lo ayuda, ni el sol y la humedad de la estación de lluvias. Cuando venía de niña todo estaba seco, reseco, comido por el sol. Invierno de treinta y tantos grados y yo con medias y zapatos, con mi vestido nuevo que me habían comprado para ver a los parientes.
Veía las casas y los niños que corrían desnudos a la distancia como a través de un espejismo. “Ya vienen los guachitos, ya vienen los guachitos”, los oíamos decir mientras corrían atrás del carro. “Ya vienen los guachitos”.
—Vamos para allá —le muestro a mi suegro—, por esa vereda que se abre hasta llegar entre esos dos cerros.
La difunta hermana de mi mamá decía que alcanzaba a ver la veredita llena de gente que subía. “Por ahí me voy a ir yo, por ese caminito entre los cerros. ¿No lo ves?”. Luego regaló todas sus cosas, sus arracadas de oro, su ropa. Al poco tiempo murió cuando todavía era una niña.
—Por ahí iremos nosotros, por esa veredita que se abre en el monte; seguro ahí lo encontraremos. En ese lugar deben estar todos.
Él no alcanza a ver nada. Mejor así.
—Vamos pues —dice al fin mi suegro.
—Quédese aquí otro ratito para que descanse.
—Ay, hija, ya descansaré cuando me muera —dice por toda respuesta, con sus ojos opacos que miran hacia sus adentros.
Tomo su mano para ayudarlo a levantarse, su mano suave y arrugada de campesino viejo, y seguimos la marcha.
—Ya descansaremos, ya descansaremos...
Publicado en: Cintia, Calderón. (2022). El caminito en Mínima mundana. Sevilla: Ultramarina C&D, Colección Narrativa de Ultramar.
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